César Ortecho
Una de las cosas que nunca entendí de mi padre fue el hecho de haberse metido en el negocio del transporte público. Lima fue siempre una ciudad caótica, desorganizada, y el ambiente de los transportistas públicos giraba en torno a microbuses viejos, con el piso a olor a kerosén, mecánicos callejeros embadurnados en grasa, y botellas de cerveza para socializar. Recuerdo que aquella tarde estábamos en la Av. Parinacochas a la altura de la Av. México, ya eran como las tres de la tarde y yo ya estaba harto. Después de todo, a qué mocoso de 5 años le interesa estar reparando carros con su papá? Debería haber estado jugando con mis amigos del barrio o en la casa viendo dibujos animados. Al quejarme con mi papá, él respondió:
-” Pero, ¿que quieres que haga hijo? Tenemos que arreglar el carro, sino, ¿como nos iremos? No hay manera.”
-“Si pero ya no quiero estar aquí. Estamos desde las 10 de la mañana y tú dijiste que estaríamos de regreso para almorzar.”
- “Mira si tienes hambre pregúntale a esa señora cuánto cuestan sus butifarras y te compras una gaseosa también“-replicó, dándome un billete de 10 soles.
-“No, no tengo hambre, solo quiero ir a la casa.....”
Mi viejo se agarro la cabeza, miró para ambos lados de la calle, me miró a mí, y me pregunto:
- “¿Tú crees que puedas tomar un microbús? ¿Te acuerdas de la Av. Canadá, de la esquina en donde tú y tu mamá bajan cuando regresan del mercado?”
Yo asentía mi cabeza, feliz de saber que pronto me iría, a pesar que nunca había tomado un microbús solo. Sería toda una aventura para mí.
Paramos el microbús de la línea 44, aquella línea que para mi venía desde el fin del mundo y se iba hasta el fin del mundo. Mi papá habló con el chofer y el cobrador, les pagó, hizo que me siente a un lado de la puerta, y abrazándome, dijo:
-“Estate atento, hijo, ten cuidado en no pasarte de largo, voy a llamar a tu mamá para que te espere en la esquina.”
Diciendo esto me abrazó nuevamente, me dio un beso en la frente, bajó del microbús y mientras éste se alejaba, noté que él escribía, anotando el número de la placa del vehículo. El cobrador se sonrió y me palmeó en el hombro.
Los escasos 15 a 20 minutos del viaje fueron toda una odisea para mí. Posiblemente parpadeé poco durante todo el trayecto, presa de la emoción y esa sensación de aventura. Era como descubrir nuevos mundos y horizontes. Recuerdo que no sentí temor, además recordaba muy bien la esquina donde debía bajarme. El microbús subió por la Av. México hasta llegar a la Av. Aviación, para luego subir por la Av. Evitamiento hasta llegar a la Av. Circunvalación y bajar por la Av. Canadá. Al ver a mi mamá esperándome grite:
-”¡Bajo!, ¡bajo!”
El microbús paró, y mientras bajaba de él, mi madre me sonreía moviendo la cabeza pícaramente. La abracé con toda mi alma, y ella me recibió diciendo:
-”Ya me imagino lo harto que habrá estado tu papá para que te mande solo, pero está bien, algún día tenías que haber aprendido a moverte solo en un microbús.”
Hoy en día, trabajo para una aerolínea. He hecho una infinidad de viajes solo a muchos lugares y varios países, y emigré a los Estados Unidos sin tener un solo familiar cercano viviendo próximo a donde yo vivo. Las épocas de los microbuses con olor a kerosén, cerveza y grasa de autos, son tan distantes y cercanos para mí como lo es mi querido país. Y el recuerdo de esas muestras de libertad vigilada y controlada, mas no reprimida, son el mayor regalo que mis padres me dieron durante mi infancia y adolescencia. Aquellos inolvidables viajes de 15 minutos, los mejores, en donde se sentía algo que el tiempo, la distancia, y la ausencia no han podido cambiar: el amor que me dieron, incondicional, sin ningún egoísmo.
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